terça-feira, 13 de novembro de 2012

El Infarto del Alma 13/11/2012


Foto-reportajes — 08/11/2012 a las 12:51

Por Daniel Noemi
Fotografías: Paz Errázuriz
Publicado en El Desconcierto N°4, Octubre 2012
La vista aérea muestra sembrados de distintos tonos de verdes y cafés que juegan con las geometrías. Estamos sólo un par de kilómetros al norte de San Felipe y algunos menos al sur de San José de Piguchén. Con los cerros de telón de fondo, el Hospital Psiquiátrico de Putaendo levanta imponente su mole amarillenta. En las noches el frío y en el día el calor: el recuerdo de los tuberculosos que vivieron aquí antes (una montaña mágica cerca de Los Andes) ha devenido la desesperanza de la locura que ahora la habita.
Hospital lleva el nombre de un doctor francés especialista en enfermedades mentales, Philippe Pinel, quien creó un tratamiento más ‘humano’ para sus pacientes, una “terapia moral”. Locos sin vuelta e indigentes son los que habitaron estas paredes. Los más olvidados y excluidos de todos; la moral de los tiempos que corren: solo la tierra, los cerros, el cielo prístino, el rumor de un río lejano, parecieran escuchar sus voces y sus pasos.
Llegar, así, a este lugar es ingresar a un universo alternativo, donde son otras las reglas que cuentan y con las que jugamos. Tiempo y espacio que son, también, el espejo de nuestra realidad. Sí, todo viaje es también un viaje al interior de nosotros mismos. Descubrir en el hospital una alteridad radical, la lógica del amor loco, fue lo que llevó a Paz Errázuriz a invitar a Diamela Eltit para realizar una nueva travesía. Recorrido realizado cuando la democracia recién volvía y, hoy nos damos cuenta, tan necesitado estaba (y estamos) de un amor radical y de una lógica diferente. Así se inició El Infarto del alma, texto de luz y texto de sombra, como un viaje, una peregrinación… Iniciamos nuestra peregrinación que no es más que un subir y bajar escaleras, subir y bajar… por los pacientes que nos siguen besando y besando y entre los besos reiterados aparece en mí el signo del amor.
Hay libros que nos persiguen como amantes o fantasmas; libros que se meten en uno cual raíces inextricables. Libros que recordamos con rabia y deseo. El resultado del viaje de Eltit y Errázuriz es uno de ellos. O más: es una apuesta de escritura de la luz y de la escritura desde las sombras que cada vez vuelve a recordarnos su urgencia y su vigencia, la necesidad que nos sobrecoge, en nuestro presente de tanta carencia y soledad.

La colaboración de la fotógrafa y la escritora, reactualizando pero subvirtiendo también el viaje etnográfico, retoma y trastorna dos tradiciones latinoamericanas: la del retrato y la del testimonio. Y al hacer esto elabora una propuesta estética y política radicalizada.
Sí, las fotografías de Errázuriz nos remiten a aquellas con las cuales parejas de la pequeña y gran burguesía adornaban sus paredes y sus diarios (y lo siguen haciendo, anunciando sus compromisos privados en las páginas de sus vidas sociales); y todavía antes, son los retratos de los monarcas, de Fernando y de Isabel. Pero aquí, en Putaendo, el amor es real y verdadero: el amor loco, o sea, el único amor posible. El reverso somos nosotros y con nosotros, como en un cuadro de Velázquez, es nuestro sistema (o nuestra vida) la que queda en entredicho. Es una relación de idas y vueltas. Las fotografías nos revelan un “otro lado,” como diría Gareth Williams, el negativo de nosotros mismos; aquello que no queremos ver, que ocultamos porque nos avergonzamos y no nos atrevemos a abrazar la belleza de la locura. También, la vuelta, es verdadera la crítica social implícita ante el abandono que sufren los pacientes del nosocomio, su exclusión de la sociedad. Aunque en ella, precisamente, comienza a emerger la posibilidad de una comunidad diferente, otro lado que se ubica, como sugiere Luis Martín-Cabrera, por ahora en el por-venir y en un no-lugar. (¿No es acaso la idea de “otro mundo posible” una locura?)
Y subvertir el testimonio: la recuperación de la voz de aquellos que no pueden valerse por sí mismos, de los explotados, subalternos, de los silenciados por la máquina del poder. Escritura que ha sido caracterizada como un género propiamente latinoamericano (pero, ¿qué locura es esa?). Puede ser. Desde el cimarrón de Barnet o las anteriores memorias de Juan Francisco Manzano, a la conciencia de Menchú o la voz de Domitila, junto a una ingente producción alimentada por las tristemente célebres condiciones histórica y políticas del continente, mucho se ha escrito, a favor y en contra, marcando su urgencia y la de revolución, notando su imposibilidad, pues a fin de cuentas el subalterno no puede hablar, nos enseñaron desde arriba. Entonces, el quiebre: la escritura de Eltit recupera la raíz del testimonio y lo hace trizas: es la voz del sueño, del deseo, de lo imposible que se torna realidad. No se trata de ‘dar voz’ a la locura, es la escritura que deviene el más profundo deseo, esto es, Eltit penetra la conciencia misma y, como lo hacen las escrituras de la luz de Errázuriz, nos obliga a mirar nuestra conciencia y nuestros propias ansias y temores. Así, es un testimonio del alma: el problema radica en que el lenguaje es, a fin de cuentas, incapaz de aprehenderla en su totalidad, sólo se puede alcanzar a arañar aquella verdad que siempre queda un poco más allá, a la vuelta de la esquina… No es la primera vez que Eltit hace de su escritura la razón de lo inefable (y no será la última), escritura de crisis que la convierte en una de las escritoras o escritores más significativas y significantes de los últimos treinta años (en cualquier lengua, en cualquier lugar). El infarto tenemos que sentirlo también en el contexto de los otros textos: de Lumpérica y Por la patria, del Padre mío y de Los vigilantes; como del mismo modo, vemos las fotografías de Errázuriz en su trayectoria, en su recorrido y viaje, dialogando con las de Un cierto tiempo y Los nómades del mar, las especulares Niños y Viejos, y las precarias y frágiles de Antesala de un desnudo y Boxeadores.
Escrituras –la de Errázuriz, la de Eltit– se reflejan, reverberan y remiten la una a la otra. Y en esa relación, texto y fotografía, emerge, entonces, la locura de una comunidad diferente. Comunidad otra que se abre más allá de los límites del sistema, que no tiene fin ni finalidad, pues su único sentido es su propia infinitud. Crítica furibunda al neoliberalismo y también a la transición a la democracia: aquello que no queremos ser es lo que más terminamos siendo. El infarto del alma nos restriega nuestra falta (como sociedad, como país, como comunidad excluyente) y nos invita a la más difícil de las apuestas: la del entregarnos con amor como locos. Lo sabíamos antes: uno solamente puede enamorarse como loco. No hay otra manera.
Atreverse a la locura no ha estado nunca exento de críticas. Recuerdo en un seminario discutir sobre el formato y costo del libro (en su primera edición) que parecía contradecir, por su precio y su formato de lujo, su posicionamiento político. Recuerdo, también, oír repetidos comentarios sobre el ‘uso’ (y abuso) estético de personas sin su consentimiento. Problemas de una estética de la pobreza, de su velocidad y sus posibilidades, pensé por entonces. Hoy, cuando vuelvo a reflexionar sobre esas fotos y esos textos, me doy cuenta que su vigencia e impacto, su devenir amante y fantasma, se debe a algo que va más allá de una presunta politización de su estética o, para los críticos, de la estetización de su política: El infarto del alma, el viaje emprendido por Errázuriz y Eltit, supera esas divisiones y nos obliga constantemente a reformularnos las preguntas sobre quién somos y qué queremos ser. Nos obliga a volver, siempre, a aquel lugar que aún no tiene ni espacio ni tiempo.

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