sexta-feira, 28 de fevereiro de 2014

Terrible desigualdad en el mundo 28/02/2014

Renan Vega Cantor
Rebelión

En los últimos treinta años, dominados por la expansión mundial del capital, ha aumentado la desigualdad, hasta el punto que en el reciente Foro de Davos (Suiza), donde se reúnen los sectores más poderosos y multimillonarios del mundo (que podrían denominarse como los “40 ladrones”) se escucharon gritos de alarma, demagógicos por supuesto, sobre las implicaciones negativas que tiene para el futuro inmediato del capitalismo el incremento de la desigualdad en todo el mundo. Más allá de esa retórica oportunista, es importante indagar sobre el origen y consecuencias que tiene la desigualdad en el mundo de hoy.

Algunas cifras

La ONG OXFAM publicó el documento titulado Gobernar paras las élites. Secuestro democrático y desigualdad económica que fue dado a conocer el 20 de enero de 2014, con motivo del Foro anual de Davos. Allí se actualizan algunos datos sobre la desigualdad del mundo, entre los que pueden mencionarse los más importantes:


La riqueza mundial está dividida en dos sectores: la mitad está en manos del 1% más rico de la población, y la otra mitad se reparte entre el 99% restante;


las 85 personas más ricas del planeta poseen el equivalente a los recursos económicos de los 3.570 millones de habitantes más pobres (la mitad de la población del planeta);


en Estados Unidos, el 1 por ciento más rico acaparó el 95 por ciento del crecimiento posterior a la crisis de 2008, como lo indican los salarios de los altos ejecutivos y los beneficios empresariales;


en el mundo existen 1.426 multimillonarios, cada uno de ellos con una fortuna superior a los mil millones de dólares;


la riqueza de las diez personas más ricas de Europa equivale a 217 mil millones de euros y supera la “ayuda total” que ese continente le concede al mundo pobre;


la riqueza del 1% más rico del mundo es de 110 billones de dólares, una cifra 65 veces mayor que el total de la riqueza que le llega a la mitad más pobre de la población mundial;


siete de cada diez personas viven en países donde la desigualdad económica se incrementó en los últimos 30 años;


el 1% más rico de la población ha visto cómo aumentaba su participación en la renta entre 1980 y 2012 en 24 de los 26 países de los que se tienen datos;


en Estados Unidos, el 1% más rico ha acumulado el 95% del crecimiento total posterior a la crisis desde 2009, mientras que el 90% más pobre de la población cada día es más pobre.

Con un lenguaje sibilino OXFAM concluye: “Las élites mundiales son cada vez más ricas y, sin embargo, la mayor parte de la población mundial se ha visto excluida de esta prosperidad”. Un lenguaje enredado para no decir en forma directa que la riqueza y la pobreza están relacionadas, que una minoría insignificante a nivel mundial y en cada país acapara la mayor cantidad de riquezas y vive en medio del derroche y la opulencia, mientras que la mayor parte de la población se hunde en la miseria, y sus carencias así como la explotación que soportan son la base de la riqueza de unos pocos.

Las causas

El asunto no estriba en proporcionar cifras sobre la terrible desigualdad social y económica del mundo, aunque son una base empírica indispensable, sino en explicar por qué las cosas son así. Desde luego, si no aceptamos que eso es una fatalidad divina, o que hay pobres y ricos porque unos son exitosos y otros perdedores (como nos dicen los neoliberales), debemos recurrir a una explicación racional, lo cual está relacionado con el capitalismo y la lucha de clases.

En efecto, durante los últimos cuarenta años el capitalismo se reestructuró para contrarrestar su crisis de acumulación que estalló con fuerza en 1973, y como parte de ese proyecto de recomposición se dio a la tarea de destruir las conquistas históricas de los trabajadores y la población pobre del mundo. Como parte de esa ofensiva del capital, se desorganizó a los trabajadores, con el objetivo de abaratar el valor de su fuerza de trabajo, y generalizar la precarización laboral. A ese ataque de clase se le ha bautizado con el elegante apelativo de neoliberalismo. Después de varias décadas, es necesario reconocer que el capitalismo ha logrado una indiscutible dominación y hegemonía a nivel mundial, o como lo dijo uno de sus voceros, Warren Buffet, en una sincera afirmación que se ha hecho célebre: “Hay lucha de clase, de acuerdo, pero es mi clase, la de los ricos, quien la ha declarado, y vamos ganando”.

Esta lucha de clases de arriba hacia abajo recurre a los más diversos métodos para imponer los intereses del capital y explica en gran medida la mutación social que ha experimentado el mundo desde la década de 1970, y cuyos indicadores son indiscutibles en términos del incremento de la desigualdad; del aumento escandaloso de la riqueza en un puñado de capitalistas y especuladores, y del incremento correlativo de la pobreza en la mayoría de la población mundial; de la pérdida de derechos reales, sobre todo en el terreno laboral y social; de la privatización y mercantilización de todo lo existente, con las consecuencias de diferenciación social que eso general dentro de los países y a escala mundial.

El poder de un reducido grupo sobre la mayor parte de la población se ha conseguido con una violencia increíble y para preservarlo ese minoritario sector necesita cada día de más violencia y control, lo cual a su vez va a generar una resistencia creciente, que tiene atemorizados a los capitalistas por los estallidos sociales que tendrán que afrontar. El mejor ejemplo de esto lo proporcionan los Estados Unidos en las últimas décadas, en donde a la par se incrementaron las ganancias del 10% de la población, y aumentó el número de pobres, y en forma proporcional la cantidad de pobres que se encuentran en la cárcel o son perseguidos por el sistema judicial.

En esta lucha de clases universal del capital contra el trabajo, de las clases dominantes contra las clases subalternas ha tocado absolutamente todo, no ha dejado piedra sobre piedra: el trabajo, las libertades, los derechos, la naturaleza, la cultura, la subjetividad, el Estado y la nación, el campo y la ciudad… El resultado final ha sido la reestructuración del mundo del trabajo y la atomización de los trabajadores.

Efectos

La desigualdad e injusticia han alcanzado tal magnitud que hasta los mismos capitalistas están asustados de su criminal obra, no porque se hayan arrepentido de lo que han hecho sino porque ven como se reducen las posibilidades de reproducción del sistema, por la disminución en la capacidad de compra de un importante sector de la población. Eso se ha notado en el último Foro de Davos, en donde algunos llegaron a utilizar un lenguaje que parece retomado de los críticos más radicales del capitalismo, al decir que la disparidad en los ingresos se convierte en la condición de las agitaciones sociales que van a estallar en los próximos años. En ese Foro se advirtió que la generación actual no tiene futuro, porque los jóvenes carecen de empleo y no tienen perspectivas de remediar su difícil condición vital, con lo que aumenta su frustración acumulada. Una situación explosiva que podría originar agitaciones sociales, como se ha visto hace poco en Brasil y Tailandia. Incluso, un portavoz del capitalismo llamado David Cole, que participó en el informe Riesgos Globales 2014 señaló: "Soy un gran partidario del capitalismo, pero hay momentos en el tiempo en que el capitalismo puede ir a toda marcha y es importante tener medidas establecidas, ya sean regulatorias, gubernamentales o tributarias, que aseguren que podemos evitar excesos en términos de ingresos y de distribución de la riqueza". O que el informe de OXFAM señale: “Esta masiva concentración de los recursos económicos en manos de unos pocos supone una gran amenaza para los sistemas políticos y económicos inclusivos. El poder económico y político está separando cada vez más a las personas, en lugar de hacer que avancen juntas, de modo que es inevitable que se intensifiquen las tensiones sociales y aumente el riesgo de ruptura social”.

Si las cosas son de este tenor, según los capitalistas, esto indica que se está convirtiendo en realidad lo que vaticinaron no hace mucho dos economistas críticos de los Estados Unidos, Shimshom Bichler y Jonathan Nitzan, cuando advirtieron: “El problema al que los capitalistas se enfrentan en la actualidad […] no es que su poder se haya debilitado, sino, por el contrario, que ha aumentado. Y no solo ha aumentado, sino que lo ha hecho tanto que puede estar aproximándose a su asíntota. Y como los capitalistas no miran hacia atrás, sino adelante hacia el futuro, tienen buenas razones para temer que, de ahora en adelante, la trayectoria más probable de este poder no será hacia arriba, sino hacia abajo”.

En las actuales circunstancias de pérdidas de derechos, de incremento de la explotación, de expropiación generalizada de los bienes comunes, es indispensable un movimiento de los trabajadores y de las clases subalternas, lo cual requiere que se desmonten varios mitos: que todos somos esencialmente de clase media, algo que desmienten las cifras de desigualdad, que se vuelva a retomar el lenguaje anticapitalista de lucha de clases y de igualdad (una palabra que ha sido borrado del imaginario de la humanidad), y que se abandone el prejuicio que la espantosa desigualdad no es un problema social sino de fallos de los individuos.

Entre otras cosas, la importancia central de la lucha de clases se demuestra con su no reconocimiento como problema real en el capitalismo contemporáneo, si se considera que el multiculturalismo que se ha implantado en casi todo el mundo ha logrado que se establezcan como diferencias con reconocimiento constitucional las de etnia, género u orientación sexual, y ha hecho que se criminalicen como delitos las discriminaciones de este tipo, y por eso se habla de racismo, sexismo, homofobia y cosas por el estilo. No obstante, en la práctica se admite como perfectamente normal el clasismo (un término que suena extraño, porque nunca se usa). En otras palabras, mientras que como parte del lenguaje políticamente correcto de tipo multicultural se condene, incluso con castigo penal, la discriminación racial o de género, la de clase se asume como algo normal, en donde no importa que los capitalistas y multinacionales aplasten a los trabajadores y culpen a estos últimos por su propia condición de pobres y por su incapacidad para alcanzar el bando de los triunfadores. O que en la televisión se destile el más vulgar de los clasismos cuando se exaltan a diario las fabulosas ganancias de estrellas de la televisión o el deporte y las costumbres ostentosas de los multimillonarios, sin que eso sea considerado como una apología del crimen, lo que verdaderamente es.

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